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17 de mayo de 2015

A Mario.

Recuerdo aún los veranos tomando mates viendo, refugiados en la camioneta, las siempre enojadas olas chocar contra las rocas. Los paseos, en La Paloma, en busca de caracoles a los pies del faro blanco impoluto que marcaría mi vida como pocas cosas lo han hecho. Los reencuentros felices son, para mí, sinónimo de Montevideo. Los puestos de artesanías con olor a arena y sabor a sal. Y los mejores helados, eternamente en posesión de Popi.

Recuerdo Uruguay como un lugar feliz, un lugar lleno de inocencia. Un lugar donde las estrellas brillan con más intensidad y la Luna se hace terrenal.

Recuerdo Uruguay como el lugar perfecto para leer, para ser un intelectual, no de esos de ahora que lo son solo por llevar gafas y camisas de cuadros, sino uno de verdad, con ideas e ideales. Un lugar para ser inteligente siendo feliz con poco y viviendo la vida sorbo a sorbo (de mate amargo).

Sin embargo a día de hoy Uruguay se convirtió para mí en algo más, en un lugar no físico cuando quiero escapar del ruido, del tráfico, de las conversaciones vacías. Uruguay se convirtió para mí en un libro donde siempre son las tres y diez y Rita vuelve a aparecer.Y es que si Montevideo es sinónimo de reencuentro, Uruguay lo es de Benedetti.

Nunca entenderé para que quieren (ellos, ustedes) los uruguayos a Gardel si con Mario ya lo tuvieron todo. Llegué a él a través de una borra de café y desde el primer momento supe que aquello era el principio de una larga amistad. Y digo amistad porque eso es lo que era Mario, un amigo que te hablaba desde la mesa de su cocina con el termo lleno y dispuesto a rellenarlo cuanto hiciese falta mientras hubiese algo que decirse. Y con Mario siempre hay lugar para la conversación, que no monólogo de escritor. Porque era capaz de hacer eso que solo unos pocos pueden, convertir lo simple en maravilloso y hacer de cualquier detalle una genialidad. Porque Mario convirtió a la muerte en una sorpresa de la vida y le rompió las esquinas a la primavera.

A Mario le debo tardes, noches, mañanas, y sobre todo amaneceres, de lectura intercalando sonrisas en los labios con miradas borrosas. Porque Mario era un maestro en conseguir que el lector, convertido ya en amigo, lance un soplido por la nariz mientras esboza una sonrisa mezcla de complicidad y admiración. Porque gracias a él puedo, siempre que quiera, viajar a esa esquinita en el sur de América, bañada por el Atlántico. Porque gracias a él las palabras cobran más sentido, la magia se mezcla con la realidad creando pura poesía. Porque Benedetti es exilio, y el exilio es nostalgia. Y porque gracias a él aprendí a vivir obviando los muros de la cárcel para poder admirar la intermitente luz del faro. 

No creo en el cielo ni en el más allá pero sé con total certeza que, desde hace seis años, la vía láctea que tanto amaste brilla con aún más intensidad.

Eternamente gracias, gracias por tu fuego.

Una montevideana nacida en Buenos Aires.

27 de enero de 2015

Setenta años y mil porqués.

Siempre es difícil enfrentarse a las hojas en blanco (ya sean físicas o virtuales) pero hay ocasiones en la que la dificultad es aún mayor; y no por falta de ideas, sino por la cantidad abrumadora de sentimientos e ideas que se mezclan en la cabeza de quien escribe. Hoy es una de esas ocasiones. Hoy se cumplen 70 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz.

Hace poco menos de un año tuve la oportunidad de recorrer con mis propios pies, ver con mis propios ojos y sentir con cada centímetro de mi cuerpo aquellos "campos de trabajos forzados" situados al oeste de Cracovia.
Desde ese primer momento tuve la necesidad de escribir sobre esa experiencia pero nunca lo hice y con el paso de las semanas, meses, temía que ya no pudiese hacerlo por haber perdido la emoción, la sensibilidad inmediata del momento. Sin embargo hoy la piel se me sigue erizando de la misma manera que lo hizo once meses atrás.


A día de hoy, los campos de concentración (Auschwitz y Birkenau) se han convertido en una especie de museos donde los visitantes pueden ver dónde dormían los reclusos, fotografías de los mismos (junto con sus fechas de entrada y "salida" del campo... Raro era el que superaba el mes y medio), las cámaras de gas, un patio donde eran fusilados desnudos tras haber recibido un falso juicio por algún delito inventado. También en uno de los edificios se pueden ver las pertenencias de quienes entraron allí tras un viaje en tren que no puedo ni imaginar.


Recuerdo aquella guía que nos iba informando de cada suceso, a cada cual más espeluznante que el anterior, la recuerdo bajita, pequeña, frágil, con la voz quebrada y la mirada siempre en el suelo.
Recuerdo mis ojos acristalados durante toda la visita. Recuerdo el silencio atroz, las miles de maletas amontonadas tras una cristalera, con los nombres de sus dueños escritos en letras enormes.
Recuerdo las cabelleras, las ollas, las cenizas... Pero sobre todo recuerdo cómo unos zapatos en especial llamaron mi atención. Entre una montaña de zapatos grises, zapatos polvorientos, rotos, se veían unos zapatitos rojos que no deberían superar el número 20. De repente pude ver la historia detrás de esos zapatos, pude ver a una niña yendo con su madre a la tienda de su pueblo en busca de unos zapatos que llevar a la plaza, unos zapatos de los que presumir delante de sus amigas. Vi a esa niña, vi su sonrisa cuando se los probó por primera vez y decidió que sí, que se llevaría esos zapatos rojos que tan bien le quedaban con aquel vestidito de fiesta. Vi a esa niña poniéndose esos zapatos la mañana en la que se la llevaron para, a base de gritos y empujones, meterla en un tren hacia su propio infierno. Vi a esa niña correr, presa del miedo y el desconcierto, por las mismas piedras que pisaba yo ahora. Y de repente quise abrazarla, quise sacarla de ahí, quise poder llevármela y que jamás tuviese que volver a preguntarse por qué, que jamás tuviese que volver a preguntarse en qué momento esos seres humanos había perdido toda su humanidad.

Pero no pude. Solo me quedó volver a la realidad, cerrar los ojos y que aquella sonrisa con esos zapatitos rojos llenos de inocencia arrebatada se quedasen fijos en mi retina para el resto de mi vida.