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5 de marzo de 2013

Mi lugar. Mi seguridad en el mundo.

Hoy me disponía felizmente a acudir a la universidad cuando al llegar a la parada del autobús, me encuentro con la agradable sorpresa de que hay huelga y no pasará ningún bus que pueda llevarme a clase a la hora necesaria y mucho menos, asegurarme que vaya a pasar más tarde por la universidad y me traiga a casa tranquilamente, así que, qué remedio, a casa otra vez y a aprovechar un poco el día tan veraniego que hace. 
Una vez llego al portal, me encuentro con una entrañable señora y su carro de la compra, leyendo atentamente el cartel que hay colgado, con motivo de Pascua, en la puerta del edificio. Entonces al darle yo los buenos días, dedujo que era la persona indicada para preguntarle cuándo pasaba el Cristo por nuestra calle. Sin pensarlo dos veces, decidí ayudar a la señora en su búsqueda del buen camino y finalmente lo encontré (quién me lo iba a decir). Contentísima me dio las gracias y me auguró una muy buena mañana. Y así terminó, sin más ni menos, un momento tan carente de interés, tan corto pero tan importante para mí. Subí las escaleras, no solo contenta de haber ayudado a la señora, sino orgullosa de haber entendido lo que me decía y haberle sabido responder con un resultado  más que satisfactorio. Y sí, tal y como imaginan, de ahí, de algo tan tonto, surge todo el vendaval de pensamientos que me dispongo a teclear a continuación, sin pausa alguna. 

Supongo que todo el mundo extraña su infancia en cierta medida, esa sensación constante de libertad, la falta de preocupaciones, el descubrir algo nuevo cada minuto y protección las 24 horas del día. Pero a veces pienso que yo la extraño todavía más. A veces pienso que nunca dejé atrás mi infancia, pero no por la infancia sino por el lugar. Mi infancia no es una edad, no es un tipo de vida. Mi infancia es Argentina. Mi extrañada y ansiada Argentina. Ese país del que me gusta ser, al que siempre digo orgullosa pertenecer. Pero ese país del que todo aquello que recuerdo es mi infancia. Recuerdo los juegos, la inocencia, los paseos en bicicleta, las ganas de llegar a casa de la escuela para comerme una compotera enorme de cereales. Recuerdo la felicidad y la libertad, la alegría, la curiosidad. Idealizada, esa es la palabra exacta, sé que la tengo totalmente idealizada, pero no puedo hacer menos, es mi infancia es mi tierra, mis orígenes y mis raíces. No puedo despreciarlos, no puedo ni quiero renegar de ellos. Tuve que abandonarlos físicamente pero no estoy dispuesta a abandonarlos y borrarlos de mi memoria. 
Tuve que dejarlos un poco atrás y crecer rápidamente, abandonar todos aquellos recuerdos de una forma más drástica de lo que suele hacerse. Aunque tampoco puede decirse que haya tenido que abandonarlos por completo. Por supuesto, mi infancia siguió en España, en los "exilios" como diría Benedetti en su Primavera con una esquina rota; pero nunca llegaron a ser como los primeros, como los originales. 

Entonces pienso en ahora. En estos meses también tuve que crecer de forma avanzada, atolondrada más bien. Cierto es que la libertad no me abandonó en este tiempo, de hecho, se hizo mayor, pero con ella vinieron las responsabilidades, y esta vez más grandes que nunca. Ya no vale ninguna excusa, ni ningún "hoy estoy cansado, que lo haga otro". Ahora todo depende de mí y todo es para mí. Tengo que hacerlo todo lo mejor que pueda, y señores, debo decirles que eso, es de lo más agotador. Por otro lado queda la protección: Adiós muy buenas y si te he visto no me acuerdo. 
Cuando no estás en tu país, la protección es lo primero que desaparece; y cuando estás en un país ajeno donde la lengua es otra, no se  puede hacer más que tener la ilusión de que algún día existió algo llamado "protección". Es una sensación continua de peligro, y más que de peligro, de abandono, de un abandono donde todo depende de uno mismo y nada ni nadie puede ayudarte, ya no porque no quiera, sino simplemente que no puede. Basta un simple gesto como usar el transporte público para sentirte como un nene sin padres, es subir ese escaloncito, que ni siquiera es escalón, sino simplemente una altura, para que ya entres en estado "Soy extranjero" y el único pensamiento que te pasa por la cabeza es "¿Seguro que era este número el que tenía que tomar?". De repente el camino te parece otro, no reconoces ninguna calle y te parece que todo el mundo te mira, sabedores de tu pérdida (física o psicológica). Y claro, ustedes lectores dirán, no es para tanto. ¡Claro que lo es, y más todavía! Porque no conoces el idioma, y entonces te sientes desprotegido. Nadie puede ayudarte y te vas a perder, pero mejor será seguir en el autobús a bajarte y encima correr el riesgo de que alguien te pregunte dónde queda la calle tal o qué hora es y no sepas responder, cual nene que nada sabe. No, no, de eso nada, mejor en un lugar cerrado y que sabes, tarde o temprano tendrá que volver al punto de partida. Minutos (Horas, si se trata de Italia) más tarde, sin saber ni cómo, resulta que llegas al destino que querías llegar y piensas que seguramente haya sido una alegre casualidad, y rápidamente, sin perder mucho tiempo, no vaya a ser que la suerte termine, te bajas pensando en lo afortunado que fuiste. Hasta que llega el día siguiente y otra vez, la aventurita. 
Y créanme, da igual cuántas veces hagas el mismo trayecto, si vas solo, la duda nunca te dejará tranquilo. Y aclaro, si vas solo, porque si vas acompañado vas protegido... de alguien igual de perdido pero perdido más perdido, igual a ignorancia feliz. 
Y bueno, mejor dejamos a un lado el supermercado, ese lugar lleno de carteles enormes indicando ofertas en productos que ni sabes qué son, donde por suerte se inventó el congelado y el embutido envasado y no hay obligación de hablar con el charcutero o el carnicero para pedirle nada; y donde el llegar a caja se convierte en una aventura del "por las dudas, digo a todo que sí y sonrío".

En fin, retomando el hilo inicial, por hache o por be, últimamente recuerdo muchas sensaciones de aquellas felices épocas, olores, lugares que hicieron de mi infancia un paraíso de recuerdos donde acudir siempre que quiero... Y me muero de ganas de volver a todo eso. Digo querer volver a ser una nena de 6 años y jugar cada tarde al hotel, la veterinaria, la maestra, las carreras de triciclo en el patio... Pero a veces no termino de tener claro si es esa inocencia y despreocupación lo que extraño o si por el contrato es la protección de Argentina, mi extrañada y ansiada Argentina. 

¿Pero saben qué, queridos lectores? Entonces lo pienso todavía mejor y me convenzo de que no hay nada como abandonar la protección por un tiempo y empezar, como un niño, a descubrir emoción en cada detalle insignificante de este mundo. Porque nunca, un viaje en bus o una compra habrá tenido tanto de aprendizaje, ni nunca te sentirás tan orgulloso de vos mismo como cuando conseguís indicar a alguien cómo llegar a la calle tal, en una ciudad que no es la tuya y en un idioma que no terminás de dominar. Porque nunca te sentirás mejor, perdido, sí, cansado a veces, también, pero cuando lo consigas y el punto de llegada esté delante de vos sin que nadie te haya indicado el camino, entonces sabrás que todo lo anterior, valió la pena. Y sabrás a ciencia cierta, de todo aquello que sos capaz. Capaz de cosas que antes, ni hubieses podido imaginar pero que, créanme una vez más lectores, una vez las vivan, jamás las olvidarán. 
Y crearán un nuevo y mayor paraíso de recuerdos donde acudir siempre que lo extrañen o que duden de sí mismos, y sabrán que un día lo consiguieron. Y, díganme señores lectores, si un día lo consiguieron, ¿Por qué no hoy también? 







Quisiera, y de hecho lo hago, dedicar este pequeño pedacito de blog. a los futuros aventureros Jorge y Dani, porque confío ciegamente en que, poco a poco encontrarán esa seguridad y fascinación en tierras polacas, y que cuando lo hagan, lo podrán hacer en cualquier rincón del mundo. Porque aunque aún no lo sepan, todo aquello que hoy les produce vértigo, mañana les dará una felicidad inmensa. Felicidad que desde ya, estoy deseando compartir con ustedes. 

18 de octubre de 2012

Qué bueno tenerte, Italia.

No es ninguna novedad ni ningún secreto, soy argentina y en mi ADN está definido así: Me gusta hablar. No es solo por afición, es más que eso, es una necesidad, no hay nada más placentero que poder estar durante horas mirando a una persona a los ojos mientras hablás de infinitas cosas, nada que me llene más que conocer a una persona a través del sonido de sus palabras, los gestos y esa pequeña delatora que por mucho que controlemos acaba diciendo toda la verdad: la mirada.
Otra cosa que no es ninguna novedad ni ningún secreto es que en 10 años que llevo viviendo en España jamás me sentí española, ni madrileña a pesar de que mi acento diga lo contrario, no tengo nada en contra del país, de su capital, su gente... pero no me pertenece ni yo le pertenezco. Me molesta que me llamen madrileña, no lo soy, no, da igual cuántos años lleves viviendo en un lugar, se es de donde se siente ser, y en mi caso me siento parte de todo y nada a la vez. Nunca creí en naciones, patrias o banderas, pero no se puede negar que la geografía hace mucho a la personalidad y que, cada día estoy más segura de esto, la sangre tira mucho.

Eran las pequeñas cosas las que me generaban incertidumbre antes de llegar a Italia, el hacer la compra, esperar al autobús... y ahora siguen siendo las pequeñas cosas las que marcan la diferencia entre las personas, entre los países. Esas pequeñas cosas son las que te hacen echar de menos un lugar, un amigo, esas pequeñas cosas son las que te hacen enamorarte de un lugar, encontrar un nuevo amigo... Son muchas y pequeñas que unidas crean una gran bola de diferencias. Hay un libro de Hernán Casciari, "España perdiste" en el que a través de todas esas pequeñas cosas traza un marco de dos países tan diferentes y parecidos, de cómo a pesar de tener misma lengua, misma apariencia (mucho más atractiva la argentina, sin lugar a dudas, pero misma raza al fin y al cabo), las cosas del día a día son tan diferentes: cómo se vive un partido de fútbol, tener un kiosko a la vuelta de la esquina, la amistad... creando personas en apariencia iguales pero en esencia totalmente diferentes. 
Pues bien, creo que en ese libro faltó un capítulo, el capítulo del "quedar para hablar". Algo que recuerdo con tanta alegría y nostalgia de mi infancia, esas horas y horas en el patio de mi casa charlando toda la familia, los parques llenos de grupos de personas dejándose conocer con un rico mate entre las manos, las infinitas charlas en la cocina, salón o donde hiciese falta con las cuatro personas más importantes de mi vida: mis padres y hermanos. Ese hablar por hablar, como dirían en La Ser. Algo que desde luego en España no existe, y no, no quiero ni admito reproches porque no existe, en España existe la cultura del "vamos a tomar algo y ya que estamos juntos aprovechamos y hablamos un poco". No es igual, la razón que motiva el encuentro no es la misma, y por tanto el encuentro tampoco lo es. No preguntes a un español por su familia, por cómo le fue a su hermana en el examen que tenía la semana pasada porque te mirará raro y pensará que te estás pasando un poco con tanta preguntita. El español habla de cosas personales, íntimas, "importantes" cuando tiene un problema y si se puede quedar en la superficie, mejor que mejor, no vayamos a aburrir al interlocutor. 

Siempre me dijeron que tengo buena memoria, creo que no es del todo cierto, ¿Recuerdo cada detalle?, ¿Conversación?, ¿Anécdota? Sí, pero no es solo memoria, es interés, es que de verdad me interesa cuando alguien me cuenta que fue a Salamanca y le pareció preciosa la puerta azul de una casa que estaba al lado de la Iglesia.
¿Y a qué nos lleva esto? Nos lleva a que la sangre tira mucho. Tira tanto que miles de inmigrantes italianos se llevaron su sangre a Argentina y decidieron dejarla ahí por mucho tiempo hasta que nos la apropiásemos y, después de mejorarla, tuviésemos de por vida un hermano mayor al que acudir en el sur de Europa. Tira tanto que ahora, 10 años después por fin encuentro gente que te llama y te dice "¿Qué tal, qué hacés, tenés ganas de quedar para hablar un rato?" Bajás, vas a la plaza en la que quedaste y ¿Sabés qué? Hablás. Sin necesidad de una litrona o unas pipas de por medio, sin ninguna distracción, sin nada más que personas conociéndose. Demostrando que realmente interesa lo que le pasa por la cabeza del otro y que realmente te interesa que el otro sepa lo que pasa por la tuya.
Horas, horas conociendo y dejándote conocer, horas en un acto de confianza absoluta en uno mismo y en el otro. Horas con el silencio de las calles (alguna que otra moto o señora tirando cubos de agua a las 2 de la mañana por el balcón) y el dulce sonido de la desnudez de una persona a través del sonido de las palabras, los gestos y esa pequeña delatora que por mucho que controlemos acaba diciendo toda la verdad: la mirada.